“…y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.”
-Jaime Sabines
La adoramos, la culpamos, la idolatramos, escribimos con ella y de ella, pero, ¿qué sabemos de la influencia e importancia que ésta tenía para nuestros antepasados?
Empecemos por lo que significa México. La palabra México proviene del náhuatl Mexitli y ésta se deriva de tres vocablos: Metztli=luna, xictli=ombligo y co=lugar; por lo tanto México significa: “en el ombligo de la luna”; en un sentido literal, la luna no tiene ombligo, en un sentido simbólico, sí. En el proceso de gestación estamos conectados al ombligo de nuestra madre, a través de un lazo, anatómicamente lo conocemos como cordón umbilical.
Para los mexicas, la luna, era una de sus regentes o divinidades más importantes, conocida como Coyolxauhqui. Además de relacionarla con el destino y el tiempo, con la renovación constante y la transformación, con la luz, el nacimiento, el crecimiento, la plenitud, la muerte y la oscuridad; para ellos simbolizaba la feminidad y con ella, la menstruación, por su ciclo de 28 días; la fertilidad y la maternidad. Nuestros ancestros le rendían culto, cada fase era importante para ellos debido a la influencia que tenía sobre cada elemento aquí en la tierra, principalmente en la agricultura.
La luz lunar ejerce una gran influencia sobre la germinación de las semillas por los diferentes estímulos de luminosidad. La luna nueva, marcaba los tiempos de siembra, era un momento ideal para sembrar plantas que se desarrollaban hacia abajo como las zanahorias y los rábanos; mientras que la luna llena marcaba los tiempos de cosecha, también se consideraba un momento importante para sembrar plantas que se desarrollaban hacia arriba como los tomates y los pimientos; la luna menguante estaba relacionada con la liberación, un tiempo ideal para cortar o podar y la luna creciente ayudaba al desarrollo y nutrición de las cosechas.
¿Y el conejo?
Cuenta el mito más famoso que un día Quetzalcóatl, divinidad representada bajo la imagen de una serpiente con plumas (de ahí el significado de su nombre: “serpiente emplumada o serpiente bella”, bajó a la tierra en forma de hombre para conocerla, una noche de luna llena mientras Quetzalcóatl descansaba de su larga travesía, contemplaba la luna, junto a él se encontraba un hermoso conejo comiendo, el conejo observó que Quetzalcóatl estaba hambriento y le ofreció un poco de sus alimentos. Quetzalcóatl se negó, ya que lo que comen los conejos no era lo que comían los humanos; al saber esto, el conejo se ofreció como alimento y ese acto al dios emplumado lo sorprendió y lo llenó de gratitud.
Quetzalcóatl, decidió premiar al conejo por su humildad y valentía, lo tomó entre sus manos y lo elevó hacia la luna colocándolo ahí eternamente; de este modo su fortaleza sería recordada siempre por la humanidad. A demás de quedar inmortalizado en la cara de la luna, el conejo o tochtli, para los mexicas, representaba la fertilidad, la nobleza y la dinámica energía de la vida y la renovación.
Un lazo que unió nuestro ombligo al de nuestra madre. Un mito, un conejo, una divinidad que conectados entre ellos nos unen al “ombligo” de un satélite, un lazo que nos une con la luna. Un cordón que nos une al principio de nuestra vida, que nos conecta con nuestra historia, con nuestro centro, con nuestro origen: la tierra.